lunes, 5 de diciembre de 2011

Irène Némirovsky: Suit francesa

            Irène Némirovsky (Kiev, 1903-Auschwitz,1942), recibió una educación exquisita aunque tuvo una infancia infeliz y solitaria. Huyó con su familia de la revolución bolchevique y se estableció en París en 1919, donde se licenció en Letras en la Sorbona. En 1929 publicó su primera novela, David Golder, con la que inicia una brillante carrera literaria que en pocos años la consagra como una de las escritoras con mayor prestigio de Francia. Pero la segunda Guerra Mundial marcará trágicamente su destino ya que fue deportada a Auschwitz donde murió en el 17 de agosto de 1942. Había dejado a sus dos hijas una maleta en la que, entre otros escritos y pertenencias, se encontraba el manuscrito de Suite Francesa, cuya publicación en 2004 fue un fenómeno editorial y cultural en Europa. En Francia fue galardonada con el Premio Renaudot, otorgado por primera vez a un autor fallecido; en España recibió el Premio del Gremio de Libreros de Madrid.
Suite francesa, escrita deprisa y en difíciles condiciones, con un claro componente autobiográfico, se inicia en París en los días previos a la invasión alemana, en un clima de incertidumbre e incredulidad. Tras las primeras bombas, miles de familias se lanzan a las carreteras huyendo de la ciudad. Nemirovsky nos describe con gran precisión las escenas que se suceden en el camino: ricos burgueses angustiados, amantes abandonadas, ancianos olvidados, los bombardeos sobre la población indefensa, los esfuerzos por sobrevivir. A medida que los alemanes toman el país, se vislumbra el desmoronamiento de la sociedad imperante, que ha perdido su rumbo, y el nacimiento de una nueva época. Con una gran lucidez, pero también con un gran desasosiego, nos presenta un retrato intimista de la burguesía ilustrada con una visión implacable de la sociedad francesa durante  la ocupación.


                 No se veía una sola ventana iluminada. Empezaban a salir las estrellas, estrellas de primavera, con destellos plateados. París tenía su olor más dulce, un olor a castaños en flor y gasolina, con motas de polvo que crujen entre los dientes como granos de pimienta. En las sombras, el peligro se agrandaba. La angustia flotaba en el aire, en el silencio. Las personas más frías, las más tranquilas habitualmente, no podían evitar sentir aquel miedo sordo y cerval. Todo el mundo contemplaba su casa con el corazón encogido y se decía: “Mañana estará en ruinas, mañana ya no tendré nada. No le he hecho daño a nadie. Entonces, ¿por qué?”  Luego,  una ola de indiferencia inundaba las almas: “¿Y qué más da? ¡No son más que piedras y vigas, objetos inanimados! ¡Lo esencial es salvar la vida!” ¿Quién pensaba en las desgracias de la patria? Ellos, los que se marchaban aquella noche, no. El pánico anulaba todo lo que no fuera instinto, movimiento animal y trémulo del cuerpo. Coger lo más valioso que se tuviera en este mundo y luego… y esa noche sólo lo que vivía, respiraba, lloraba, amaba, tenía valor. Raro era el que lamentaba la pérdida de sus bienes; la gente cogía en brazos a una mujer o un niño y se olvidaba de lo demás. Lo demás podía ser pasto de las llamas.
               Aguzando el oído, se percibía el rumor de los aviones en el cielo. ¿Franceses o enemigos? No se sabía.


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